Erase una vez un príncipe que cabalgaba a la luz de la luna. El aire era tan limpio y transparente que le parecía estar volando con su caballo. El cielo estaba azul oscuro, con una luna blanca y grande que flotaba entre pequeñas y encrespadas nubes. Pero a lo lejos caían relámpagos silenciosos sobre las montañas. El príncipe cabalgaba velozmente, y su sombra a la luz de la luna era tan grande que el caballo parecía un monstruo sobrenatural con un ser gigante como jinete.
Cuando el príncipe llegó hasta el palacio, bajo del caballo y se lo dejo al peón de las cuadras. Pero todavía no tenía ganas de entrar en el palacio. Bajo hasta el mar y empezó a caminar lentamente a lo largo de la playa. De repente vio algo que brillaba en la arena. ¿Qué era eso? ¿Un anillo?
“¡Un anillo! – pensó el príncipe, observándolo a la luz de la luna-. ¿Quién podrá haber perdido un anillo en esta playa? ¡Seguramente habrá sido una dama de la corte!”
Así que guardo el anillo en el bolsillo de su camisa. Era un anillo muy pequeño, delgado como un hilo y decorado con minúsculas piedras azules en forma de pequeñas flores. Después de la cena, cuando la corte estaba reunida en el salón grande, el príncipe dijo mientras introducía la mano en el bolsillo de su camisa:
-¿Alguna de las damas aquí presentes ha perdido por casualidad un anillo?
Todas las damas dela corte empezaron a mirar sus manos. Todas tenían muchas y valiosas sortijas, decoradas con diamantes, esmeraldas y zafiros, y por eso se miraban dedo a dedo por si acaso les faltaba alguna de sus espléndidas sortijas. Pero todas las damas tenían las suyas en su sitio.
-¿Qué aspecto tiene esa sortija?- se atrevió a preguntar una joven y hermosa cortesana.
El príncipe le enseñó.
Y cuando las damas vieron cómo era el anillo pusieron las caras muy dignas e hicieron gestos de desprecio. Ninguna de ellas era dueña de un anillo de esas características. Se trataba de un objeto prácticamente sin importancia y de un valor mínimo, y además tan pequeño que parecía hacho para la mano de una niña.
De este modo, encontraron las damas algo de qué hablar y se pasaron el resto de la noche comparando sus hermosas sortijas, y pasándoselas de mano en mano especulando sobre su valor. El príncipe se había levantado y había salido a la terraza, donde se quedó contemplando la luz de la luna.
Más tarde, entró en su habitación y puso el pequeño anillo encima de la mesita. Cuando estaba a punto de quedarse dormido, oyó un ruido extraño. Algo zumbaba y vibraba como si un pequeño insecto revoloteara entre los vasos de la mesa, y al abrir los ojos vio sorprendido que el pequeño anillo daba vueltas como si una mano invisible lo hubiera puesto en movimiento.
El príncipe encendió rápidamente la luz, y en ese instante el anillo se detuvo. Pero en el mismo momento en que apagaba de nuevo la luz, dejando la habitación a oscuras, el anillo comenzó a dar vueltas otra vez. Resultaba extraño y lúgubre a la vez. Y aunque el príncipe metió el anillo en un cajón, no dejaba de oírlo girar constantemente, y aquella noche durmió mal.
Podría haber tirado el anillo, pero había algo misterioso que se lo impedía. No quería por nada del mundo separarse de él, y a la noche siguiente se lo llevó de nuevo a su alcoba.
Apenas había apagado la luz, cuando el anillo empezó a dar vueltas.
-¿Qué significa esto?-dijo el príncipe sentándose en la cama.
Tomo el anillo, se levantó de un salto y lo llevó hasta un pequeño joyero que había en un pequeño rincón de la habitación.
Todo el día siguiente estuvo el príncipe meditabundo y silenciosos. Solamente pensaba en el maravilloso anillo que había encontrado. Al llegar la noche, dejó el anillo sobre la mesita, al lado de su cama, igual que las veces anteriores, y estaba tan cansado que se quedó dormido enseguida. Pero no había pasado mucho tiempo cuando sintió que algo le rozaba la cara, y advirtió en seguida que era el anillo.
-¡Ya comprendo!- exclamó levantándose de un salto-. ¡Tengo que encontrar al dueño!
Apenas había comenzado a amanecer, cuando el príncipe se levantó, bajó hasta la cuadra, ensilló su caballo y salió cabalgando velozmente por el puente del castillo. Cabalgó todo el día sin encontrarse con nadie. Al anochecer llego a un enorme castillo. En las paredes crecían hiedras y rosales, y arriba, en una de las ventanas con forma de arco, estaba la señora del castillo mirando el paisaje. Cuando vio acercarse al príncipe, mandó enseguida que bajara uno de sus criados para recibirlo y darle la bienvenida.
El príncipe acepto la invitación y entró en el castillo. La distinguida señora lo recibió amablemente. Le ofrecieron una bonita habitación, y cuando bajo para la cena encontró todo el salón iluminado con velas y antorchas.
Mientras cenaban el príncipe noto que la noble señora tenia la mano decorada con varias sortijas y dijo:
-¡La cantidad de sortijas valiosas que tiene usted...! Supongo que podría perder alguno con facilidad.
-No lo creo,- contesto- ya que cada vez que hago alguna tarea en la cual pudiera perder alguna de mis sortijas, me las saco.
El príncipe se quedó un momento callado. Después ensoñó el anillo.
-¿Qué opina usted de este anillo?- pregunto.
-¡Ese pequeñín!- dijo la dama- Por su tamaño debe pertenecer a una niña.
A la mañana siguiente, antes de amanecer, el príncipe se fue cabalgando.
“¡Una niña!- pensó, mirando hacia el horizonte-. ¿Pero dónde estas?”
Cabalgo por bosques y valles, praderas y llanuras. Al llegar la noche se sintió cansado y dejo al caballo andar al paso a lo largo de un río que transcurría por aquel lugar.
Entonces, de repente, vio una mujer vestida de negro con los ojos fijos en el suelo, como si estuviera buscando algo entre las piedras del camino. Cuando el príncipe se acercó, ella levantó los ojos y le miró, y entonces él vio un rostro muy bello. La mujer parecía muy triste y sus negros y grandes ojos tenían una expresión de dolor y sufrimiento tales, que el príncipe se sintió profundamente compadecido. Detuvo su caballo y le preguntó:
-¿Querida, qué buscas? ¿Has perdido algo que te era muy valioso?
El rostro de la mujer se volvió aun más triste.
-He perdido la cosa más valiosa que poseía- dijo con voz temblorosa- Un anillo que me había regalado mi esposo antes de morir.
El corazón del príncipe comenzó a latir fuertemente. ¿Seria ella la dueña del anillo que guardaba en el bolsillo cerca de su corazón? Saco el anillo lentamente de su bolsillo y preguntó:
-¿Podría ser este tu anillo?
Pero ella sonrió tristemente.
-Mi anillo llevaba un diamante grande y valioso. Sin embargo, ese no es más que un juguete sin valor.
El príncipe volvió a guardar el anillo y siguió cabalgando durante días y noches, sin encontrar a nadie que reconociera el anillo. Ahora lo llevaba siempre colgado alrededor del cuello, y el anillo había dejado de moverse con tanta fuerza como las primeras noches.
Una mañana llego hasta un río de veloces aguas. Al otro lado del río se veía, a lo lejos, una montaña que parecía estar envuelta en un velo azul a causa de la neblina. Por todas las partes de la montaña había puntos brillantes que parecían hogueras. Eran malezas repletas de flores amarillas, y todo era tan bonito que el príncipe no pudo evitar sonreír. Quiso acercarse hasta allí para ver de cerca tal maravilla, pero no era fácil acercarse porque no había ningún puente para cruzar el río, ni ningún camino que condujera a la montaña.
“Tendré que cruzar a nado”, pensó el príncipe, y al acto se metió con el caballo en las turbulentas aguas.
No le importó en absoluto que el agua le salpicara hasta arriba, y que su caballo tuviera que esforzarse para no ser arrastrado por la corriente. Estaba tan cansado y triste después de haber buscado tanto tiempo, que le parecía agradable luchar con todas sus fuerzas para alcanzar la otra orilla. Al fin llego a tierra y se quedo descansando en la orilla. Delante de él estaba la montaña. No podía recorrerla cabalgando, por lo que dejo a su caballo suelto en un claro verde, donde podía pastar mientras él subía por un estrecho sendero que serpenteaba por el bosque hacia arriba, hacia la montaña. Era un día caluroso, y resultaba agradable permanecer bajo la fresca sombra de los árboles.
De pronto, le pareció oír el murmullo del agua, y por primera vez se dio cuenta de la sed que tenía. Quería llegar al manantial y beber hasta quedarse satisfecho. El murmullo del agua se oía cada vez mas cerca, y el príncipe vio que algo blanco brillaba entre las hojas de un castaño. Unos pocos pasos mas y se encontró delante de un refrescante arroyo que manaba con fuerza por entre las rocas y caía en el interior de un pequeño estanque. De repente se quedó parado en seco, porque advirtió que no estaba solo. Frente al manantial había una joven que acercaba un recipiente al chorro de agua para llenarlo. Estaba con las piernas descubiertas y vestía una falda corta y gris, y una blusa blanca. Su pelo se dividía en dos rubias trenzas que caían a lo largo de su espalda. El príncipe no pudo ver su cara hasta que el recipiente se lleno y la joven se dio la vuelta y le miro. Sus ojos expresaron, por un momento, sorpresa, pero enseguida inclinó la cabeza en señal de saludo y puso a continuación el otro recipiente bajo el chorro del manantial.
-Perdona, ¿Podrías darme un poco de agua? ¡Tengo tanta sed!
La joven le dio el recipiente con agua. Cuando el príncipe se inclino para beber, notó un extraño cambio en el rostro de la chica. Se había puesto roja y sus ojos, que eran azules como el cielo, se oscurecieron llegando casi a ponerse negros. Ella tomó el cordón que el príncipe llevaba alrededor del cuello, y sujetó el anillo que se había salido al inclinarse el príncipe.
-¡Mi anillo!- repitió la chica mirando al príncipe con los ojos llenos de lágrimas.
-¿Por qué quieres tanto a tu anillo?- preguntó el príncipe, mientras se sentaba a su lado.
-Es un regalo de mi padre- dijo, mirándole-. Me lo dio el día en que murió, y yo entonces no era más que una niña. Y me dijo: “Este anillo te va a ayudar en todos los peligros, y si alguna vez te encuentras en un gran apuro, tíralo al mar. El encontrará a tu salvador".
-Y lo ha encontrado- dijo el príncipe-. Me ha llamado y atraído, y no me ha dejado en paz hasta encontrarte en este bosque. Pero ahora me tienes que contar por que estas aquí, como has llegado hasta este lugar y cual es el apuro o peligro por el que has pasado.
-Sí, veras- dijo la joven en voz muy baja, mientras miraba asustada a su alrededor-. Vivo aquí con un viejo troll de montaña, para le que trabajo como su esclava.
Y así empezó la chica a contar. Había nacido en un castillo muy arriba de las montañas y su destino era el de convertirse en una noble princesa, pero su madre murió cuando ella era pequeña.
Al cumplir quince años, vino un rey de un lejano país y conquisto el castillo de su familia, llevándosela a ella y a su padre como prisioneros. Al poco tiempo su padre murió.
Ella vivió en el palacio del rey invasor y nunca le falto nada de los manjares que hay en este mundo. Le dieron buena comida y ropa. Pero nunca la dejaban salir. Solamente desde la ventana de la torre donde estaba su habitación podía ver las floridas praderas, los bosques verdes y el río que serpenteaba como una cinta plateada pro el valle.
Un dic el rey invasor entro en su habitación y le dijo que tenia que prepararse porque al cabo de tres meses la iban a casar con su hijo.
Ella sintió que esto era lo pero que le podía ocurrir. El hijo era grande y bruto como un gigante. A pesar de esto tuvo que fingir que con mucho gusto lo aceptaría como esposo, pero dijo que primero quería trenzarle una cuerda para el ancla de su barco. Y cuando estuviera hecho no le importaría vestirse de novia.
Así que empezó a trenzar una cuerda y la hizo tan larga que llegaba desde su ventana hasta el valle.
La noche en que se iba a casar, se encerró en su pequeña habitación de la torre, ató la cuerda a la ventana y se deslizó hacia abajo. Cuando llegó al suelo, corrió alejándose lo más rápido que pudo y se refugio en el bosque. Allí se metió en una de los matorrales y se quedó dormida. Pero a la mañana siguiente se despertó porque algo le hacia cosquillas en la frente, y cuando abrió los ojos vio una cara horrenda que la estaba mirando.
Era el troll de la montaña, que estaba dando un paseo por el bosque, y que ahora le hacia cosquillas con una ramita. Su aspecto era mitad de hombre y mitad de oso.
Le dio mucho miedo pero el troll con una sonrisa le dijo:
-¡Que suerte haberte encontrado, pequeña dulzura! ¡Ahora me tendrás que cuidar, hacerme la comida, traer agua y leña!
A continuación, el troll de la montaña la levanto tomándola del pelo y la llevo hasta su cueva. Su cueva estaba en la cima de la montaña y era profunda y oscura. Incluso durante los días más calurosos del verano hacia tanto frío como en una cámara de hielo, y constantemente caían pesadas gotas desde las piedras del techo.
-Ya he servido al troll de la montaña durante tres largos años- dijo la chica, suspirando-. Un día, apenas había entrado la primavera, corrí hacia abajo por toda la montaña hasta el río, con la esperanza de poder cruzar al otro lado, pero no había ni barco, ni puente, solamente las olas enfurecidas. Entonces me quite el anillo y lo tire al agua y grite, tal como me había enseñado mi padre:
“¡Corre, corre, anillo mío,
tráeme hasta aquí al caballero,
que me salve y me libere,
porque yo sola no puedo!”
Y el anillo se hundió, desapareciendo en las profundidades. Pero ahora- termino diciendo sonriente-, ahora he encontrado al caballero que me puede liberar y salvar.
En ese momento oyeron retumbar un extraño ruido.
-¡Es el troll de la montaña!- dijo la joven, levantándose de un salto-. ¡Deprisa!¡Deprisa! ¡Ahora tenemos que huir!
Y corrieron lo más rápido que pudieron montaña abajo. En la orilla del río estaba le caballo pastando. Con gran rapidez el príncipe se sentó en la silla, coloco delante a la princesa y se echo al agua. Las olas caían sobre ellas, el caballo jadeaba y pataleaba en el agua, y en el bosque rugía y aullaba el trolll como una manada de lobos hambrientos.
Cabalgaron durante día y noches, por bosque y llanuras, ríos y riachuelos, matorrales y setos. Hasta que llegaron al castillo del príncipe. Llegaron una noche a la luz de la luna, y cabalgaron lentamente a lo largo de la playa. La princesa iba envuelta en el manto grande del príncipe. Ella apartó un poco el manto y miro hacia abajo.
-Qué gracioso- dijo sonriendo-. Parece, por la sobra, como si sólo una persona cabalgara en el caballo.
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